
Esta noche el cielo está pleno. Redondo. Como un ojo abierto que todo lo ve, incluso aquello que preferirías olvidar. La Luna Llena no pide permiso para brillar. Ilumina. Expone. Revela.
Respiras hondo. El aire se siente más denso, como si cada molécula cargara historias, emociones, memorias. En tu rincón sagrado —esa mesa, ese altar improvisado, la esquina de tu cuarto donde eres más tú— dispones tus elementos. Una vela blanca o plateada. Una piedra que conecte con tu verdad. Un papel. Agua en un cuenco. Y si tienes cerca ese pack ritual de Luna Llena preparado para este momento.
Aquí no se siembra. Aquí se cosecha.
La ceremonia no tiene prisa. Solo claridad.
Te sientas. Tomas la piedra en tus manos. Cuarzo blanco, selenita, amatista… no importa cuál. Importa lo que revela en ti. Cierras los ojos. Sientes su frescor. Su peso honesto. Y le pides que te muestre lo que ya está listo para ver. Lo que debes reconocer, soltar o agradecer.
Piensas en todo lo vivido desde la última Luna Nueva. Lo bueno, lo difícil, lo transformador. Reconoces tu parte. Sin juzgarte. Solo siendo testigo.
Entonces escribes. No intenciones, sino revelaciones. Lo que has aprendido. Lo que honras. Lo que eliges liberar. Lo que ya no quieres cargar. Lo que celebras.
Pasas la piedra sobre el papel. Como si marcaras el fin de un ciclo.
Y enciendes la vela.
El fuego aquí no solo inicia: purifica. Observas la llama. Dejas que consuma lo innecesario en tu mente. Visualizas cómo esas cargas se queman, dejando espacio. Sientes la luz expandirse dentro de ti. Como la Luna misma: sin miedo a brillar.
Puedes colocar el papel bajo el cuenco con agua. O quemarlo con cuidado, dejando que el humo lleve tus palabras al cielo. Lo guardas en tu altar o lo entregas al viento. Lo importante es soltar.
Y al final, das gracias.
No por lo que recibirás. Sino por haber visto, sentido, aprendido.
Apagas la vela. La noche sigue iluminada. Pero tú ya estás más ligera. Más tú.
Historia antigua
Cuentan los antiguos cronicones del Valle de la Bruma que, cada veintiocho noches, cuando la Luna se alzaba llena y brillante sobre los bosques y ríos, los sabios y sabias se reunían para ver con claridad lo que se ocultaba durante el resto del mes.
Era la Noche del Espejo, decían, porque la Luna mostraba sin filtros lo que se llevaba en el alma. Nadie temía la luz. La respetaban. Sabían que no se podía plantar nada nuevo sin antes cosechar y limpiar.
En esas noches, reunidos junto a hogueras o en cavernas pintadas de símbolos antiguos, cada quien encendía una vela bendecida, sostenía su piedra guardiana y hablaba o escribía sus verdades. Lo que amaban. Lo que dolía. Lo que soltaban. Lo que agradecían.
Luego, dejaban que el fuego y el agua —hermanos en el rito— sellaran el acto. Algunos quemaban el papel y veían sus penas volar con el humo. Otros dejaban sus palabras bajo el agua, confiando en que la corriente interna se las llevaría.
Se marchaban en silencio. Más livianos. Más conscientes. Más libres.
Y aunque hoy casi nadie recuerde esas enseñanzas, los espíritus antiguos aún visitan a quien, en cualquier parte del mundo, enciende una vela, toma su piedra, escribe su verdad… y se atreve a verla.
Esta noche, ese alguien eres tú.